La vida detenida


La vida detenida


Para cuando el testigo y la víctima acudían a su cita en el paseo, la tarde era desapacible y el aire batía diminutos y alados granos de arena. Julia Tello salió apresurada del hotel a eso de las tres y media.
 En el ascensor repasó mentalmente el número de la habitación, la 1002, planta décima. Las vistas a la ciudad eran de pantalla panorámica. Se había recogido el pelo en la nuca con un broche de carey y vestía un blusón estampado en tonos tierra y rojos que la rejuvenecía. Ante el espejo del ascensor se dijo que cincuenta años dan para muchos tientos más allá de los tópicos de la cifra redonda. Cargaba un bolso grande, quizás algo inapropiado para dar un paseo por el mar. Tanteó durante apenas tres segundos la posibilidad de volver a cambiarlo pero el ascensor se detuvo en la quinta planta y fue entonces cuando clavó sus ojos en el luminiscente número cinco y pensó en la posibilidad de congelar su propia imagen en su retina. A este lado del espejo, su muerte dejaría en los otros una estampa de vida detenida, de final prematuro, nunca más envejecida en la memoria. Pero del otro lado  serían las vidas de los otros las interrumpidas para siempre. Sus nietos ya no nacerán, los amigos, los seres queridos se inmovilizan, no habrá más desarrollo. Las vidas de los que se que quedan se detienen para los muertos. Nunca ocurrirán los acontecimientos del futuro. Son vidas también detenidas.

El ascensor inició de nuevo el descenso y se detuvo certero en la planta principal. A sus pies se le tendió un luminoso vestíbulo. Julia franqueó la gran puerta hacia el exterior, recorrió la terraza hasta la puerta de salida, tanteó alguno de sus pasos y justo en ese instante, esquivó sin quererlo el saludo apenas percibido del camarero, Eduardo Llanos. Ya en el paseo marítimo, anduvo en dirección al puerto.
Una cenefa de nubecillas coronaba el fondo, pero sobre el mar se extendía un pelotón de espesura que pronto cubriría todo el cielo. Aspiró con ansia algunas bocanadas de aire húmedo y reemprendió el camino. Le puso título al pensamiento: la vida detenida, y lo archivó en cada uno de los recodos de su cerebro: en el del entendimiento, en el de la memoria y, por fin en el de la voluntad.

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